El
miedo era un mar que todo arrasaba. Un mar salvaje y despiadado capaz de
tragarla y enterrarla después, en su fondo aparentemente sereno. En esa oscura
tierra de silencio. María se cubrió la cara con las manos y dejó que su espalda
se apoyara en el respaldo del banco. Estaba allí, otra vez, con las piernas
temblorosas y la boca seca, con los ojos perdidos en lágrimas y la angustia
azotándole el pecho ola tras ola, desgastando su entereza. Podía escuchar a los
niños jugando alrededor, en ese parque infantil situado frente a la comisaría.
Ese lugar al que volvía cuando era incapaz de encajar otro golpe, otro insulto
más en aquel rompecabezas lleno de vergüenzas. Cogió aire lentamente.
Necesitaba fuerzas para levantarse, para mirar al frente y avanzar, para cruzar
esa puerta que en su imaginación ya tantas veces había cruzado. Pero la sal
inmovilizaba sus músculos, los paralizaba sumiéndolos en una densa pena que la
incapacitaba para actuar con coherencia. Y se dejaba arrastrar por la marea. La
misma idea de siempre volvía a atacarla: algo tenía que haber hecho mal, algo… En
el fondo su marido no era una mala persona. Si fuera más cuidadosa, más lista o
comprensiva… Si fuera la mujer que él siempre había deseado las cosas irían mejor.
La vida sería más fácil.
Abrió
los ojos enfadada consigo misma, con sus palabras cobardes que a nadie
engañaban. Ya no podía más. Se le habían agotado las excusas que regalaba a la
gente a modo de consuelo. Eran demasiadas caídas por las escaleras, demasiados
golpes con la puerta, demasiados traspiés. Justificaciones que cambiaban rápido
a otro tema de conversación, a otro que no removiera, que no hiciera sentir un
ínfimo pellizco de culpabilidad.
Allí,
ante María, apareció un niño de unos seis años. La observaba con los ojos muy
abiertos. Unos ojos azules que parecían contener océanos enteros. La mujer
trató de sonreír pero no pudo. El niño tampoco sonreía. Es más, parecía triste,
tan triste como ella. De repente, se dio cuenta de que no llevaba puestas las
gafas de sol. Todo el mundo podía ver los restos del moratón que rodeaba su ojo
derecho. Con un gesto rápido las sacó del bolso y se las colocó a modo de
escudo protector. Cuando volvió a mirar al niño, ya estaba muy cerca. María no
entendía, no sabía qué quería aquel pequeño que acababa de cogerle la mano y
tiraba de ella con insistencia, sin hablar.
-¿Qué
te pasa? –preguntó la mujer mientras intentaba resistirse- ¿Qué quieres?
Pero
al final tuvo que ceder ante la terquedad del niño que no respondía, tan solo
trataba de arrastrarla. María cruzó el parque infantil tras el enigmático crío,
dejó atrás a los niños, los columpios y los padres, los arboles, los perros y
la arena. El pequeño miró a ambos lados antes de cruzar la carretera y, después,
traspasó la puerta. María estaba tan fascinada por la decisión inquebrantable del
niño que tardó en darse cuenta. Ya la había dejado atrás, ya estaba dentro de
la comisaría. Entonces, el niño se detuvo y volvió a mirarla a los ojos, con
sus dos océanos calmados. María se agachó, hasta que sus caras quedaron a la
misma altura.
-Te
has perdido, ¿verdad? –dijo la mujer demasiado segura de la respuesta que
escucharía.
-No.
Mi mamá está ahí fuera, nos ha seguido hasta la puerta –respondió el niño con
una elocuencia sorprendente para su edad-. Me dijo que te trajera a la comisaría,
que eras tú la que te habías perdido y sólo aquí volverías a encontrarte.
También me pidió que no te hablara, porque si lo hacía no querrías acompañarme.
Pero eso no lo entiendo, ¿por qué no ibas a querer venir aquí si te has
perdido?
María
sonrió con los ojos llenos de lágrimas. El mar se retiró lo suficiente para que
pudiera salir a la superficie y coger aire durante un segundo.
Respiró,
y rompió el silencio.