Él
la miró
como
antes nadie la había mirado,
con
los ojos limpios de la primera vez
y
los tiznados por imágenes lejanas,
con
la magia de los días venideros
y
la costosa carga de todo el pasado,
con
el deseo apretado entre los dientes.
La
observó sin prisa,
sentada
en aquel vagón repleto de gente ausente,
como
se contemplan las obras de arte,
con
distancia y detenimiento,
y
por primera vez en su vida
pensó
que podría ser ella.
Ella,
la
que llenara cielos enteros
con
una sola sonrisa,
la
que remendara alas rotas
y
enredara en su armario,
la
que desmigara tentaciones
y
le arrancara la piel a bocados.
Ella
que
sin intención alguna
había
cargado el mundo de sentido
mientras
pasaba las páginas
de
aquel Hamlet manoseado.
Él
se fijó con interés
y
pudo ver atardeceres dorados
resbalando
por su pecho,
ecos
de canciones lejanas
prendidas
de sus besos,
y
la caricia más dulce
huyendo
de la suavidad de sus manos.
Quiso
levantarse de un salto,
arribar
a su orilla y leerle el pensamiento,
descifrar
todos los enigmas ocultos
en
la profundidad de sus pupilas
y
gritar con fuerza:
“no
dudes de mi amor las ansias” (*).
Pero
el brillo de una alianza en el dedo de ella
lo
derrotó sin opción al fulgor de la batalla,
lo
dejó sin fuerzas para conseguir
todo
aquello que en su mente había creado.
Y
se quedó allí abatido, confuso,
perdido
en la imposibilidad de aquel brillo dorado.
Ella
lo miró por encima del libro
como
antes nadie lo había mirado,
con
los ojos listos tras el dolor de años
y
los antiguos llenos de su recuerdo,
con
las ansias repentinas de un futuro
y
el peso de todos los ayeres compartidos,
con
el deseo palpitante anidado en su vientre.
Lo
observó sin prisa,
sentado
frente a ella, distinto entre los otros,
como
se contempla lo añorado,
con
melancolía y pasión,
y
por primera vez en tres años
pensó
que podría ser él.
Él,
el
que devolviera el batir de las olas
a
su gran playa desierta,
el
que cosiera dolores profundos
y
llenara otra vez sus cajones,
el
que trajera nuevas ansias
y
recorriera su lastimada piel sin descanso.
Él
que
sin hacer nada especial
había
encendido una chispa en su interior
mientras
permanecía inmóvil,
con
la mirada perdida en la distancia.
Ella
se fijó con interés
y
pudo ver mil noches de placer
enredadas
en su pelo,
la
fuerza de la marea
escondida
en la tensión de sus brazos,
y
la delicadeza más sutil
escapando
de la calidez de sus labios.
Quiso
levantarse de un salto
y
repetirse a sí misma que su marido
había
muerto hacía ya demasiado,
llegar
a su lado y hacer que la mirara
para
gritar con fuerza:
“no
sabes qué enfermo está todo
aquí
en mi corazón” (*).
Pero
el miedo,
a
unos ojos que parecían evitarla,
le
arrebató el ánimo para afrontar sus dudas,
la
dejó sin aliento para luchar
por
todo aquello que tanto deseaba.
Y
se quedó allí desolada, indecisa,
rota
por la soledad que le imponía su cobardía.
Él
se esforzó por no volver a mirarla
porque
si lo hacía
ninguna
alianza podría impedir
que
anclara en la bahía de su cintura.
Ella
pensó que había llegado el momento,
se
quitó el anillo con disimulo
y
lo guardó en su bolso,
esperando
que él no lo hubiera visto.
El
tren se detuvo
y
ambos se pusieron en pie
uno
junto al otro.
Sus
cuerpos vibraron al sentir
un
calor antiguo y cercano
mientras
cruzaban las puertas
que
se cerraron tras ellos.
(*)
William Shakespiare. Hamlet.
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