El único sueño de las novelas y los poemarios es ser leídos, ser pasados de mano en mano, de labio en labio. Desde este pequeño rincón del mundo intento cumplir sueños. Lo que mejor sé hacer es contar historias, o al menos eso creo.
Hasta el momento he ganado el III Premio a la Creación Literaria Playa de Ákaba con la novela "Y la tierra se movió bajo ellos", también he participado en diversas antologías de relato y poesía, y en la revista de creación literaria Otras Palabras.
Gracias por acercaros a mi mundo.

sábado, 26 de noviembre de 2016

En la profundidad del mar




El miedo era un mar que todo arrasaba. Un mar salvaje y despiadado capaz de tragarla y enterrarla después, en su fondo aparentemente sereno. En esa oscura tierra de silencio. María se cubrió la cara con las manos y dejó que su espalda se apoyara en el respaldo del banco. Estaba allí, otra vez, con las piernas temblorosas y la boca seca, con los ojos perdidos en lágrimas y la angustia azotándole el pecho ola tras ola, desgastando su entereza. Podía escuchar a los niños jugando alrededor, en ese parque infantil situado frente a la comisaría. Ese lugar al que volvía cuando era incapaz de encajar otro golpe, otro insulto más en aquel rompecabezas lleno de vergüenzas. Cogió aire lentamente. Necesitaba fuerzas para levantarse, para mirar al frente y avanzar, para cruzar esa puerta que en su imaginación ya tantas veces había cruzado. Pero la sal inmovilizaba sus músculos, los paralizaba sumiéndolos en una densa pena que la incapacitaba para actuar con coherencia. Y se dejaba arrastrar por la marea. La misma idea de siempre volvía a atacarla: algo tenía que haber hecho mal, algo… En el fondo su marido no era una mala persona. Si fuera más cuidadosa, más lista o comprensiva… Si fuera la mujer que él siempre había deseado las cosas irían mejor. La vida sería más fácil.
Abrió los ojos enfadada consigo misma, con sus palabras cobardes que a nadie engañaban. Ya no podía más. Se le habían agotado las excusas que regalaba a la gente a modo de consuelo. Eran demasiadas caídas por las escaleras, demasiados golpes con la puerta, demasiados traspiés. Justificaciones que cambiaban rápido a otro tema de conversación, a otro que no removiera, que no hiciera sentir un ínfimo pellizco de culpabilidad.
Allí, ante María, apareció un niño de unos seis años. La observaba con los ojos muy abiertos. Unos ojos azules que parecían contener océanos enteros. La mujer trató de sonreír pero no pudo. El niño tampoco sonreía. Es más, parecía triste, tan triste como ella. De repente, se dio cuenta de que no llevaba puestas las gafas de sol. Todo el mundo podía ver los restos del moratón que rodeaba su ojo derecho. Con un gesto rápido las sacó del bolso y se las colocó a modo de escudo protector. Cuando volvió a mirar al niño, ya estaba muy cerca. María no entendía, no sabía qué quería aquel pequeño que acababa de cogerle la mano y tiraba de ella con insistencia, sin hablar.
-¿Qué te pasa? –preguntó la mujer mientras intentaba resistirse- ¿Qué quieres?
Pero al final tuvo que ceder ante la terquedad del niño que no respondía, tan solo trataba de arrastrarla. María cruzó el parque infantil tras el enigmático crío, dejó atrás a los niños, los columpios y los padres, los arboles, los perros y la arena. El pequeño miró a ambos lados antes de cruzar la carretera y, después, traspasó la puerta. María estaba tan fascinada por la decisión inquebrantable del niño que tardó en darse cuenta. Ya la había dejado atrás, ya estaba dentro de la comisaría. Entonces, el niño se detuvo y volvió a mirarla a los ojos, con sus dos océanos calmados. María se agachó, hasta que sus caras quedaron a la misma altura.
-Te has perdido, ¿verdad? –dijo la mujer demasiado segura de la respuesta que escucharía.
-No. Mi mamá está ahí fuera, nos ha seguido hasta la puerta –respondió el niño con una elocuencia sorprendente para su edad-. Me dijo que te trajera a la comisaría, que eras tú la que te habías perdido y sólo aquí volverías a encontrarte. También me pidió que no te hablara, porque si lo hacía no querrías acompañarme. Pero eso no lo entiendo, ¿por qué no ibas a querer venir aquí si te has perdido?
María sonrió con los ojos llenos de lágrimas. El mar se retiró lo suficiente para que pudiera salir a la superficie y coger aire durante un segundo.
Respiró, y rompió el silencio.

lunes, 7 de noviembre de 2016

EL ENCUENTRO



Él la miró
como antes nadie la había mirado,
con los ojos limpios de la primera vez
y los tiznados por imágenes lejanas,
con la magia de los días venideros
y la costosa carga de todo el pasado,
con el deseo apretado entre los dientes.

La observó sin prisa,
sentada en aquel vagón repleto de gente ausente,
como se contemplan las obras de arte,
con distancia y detenimiento,
y por primera vez en su vida
pensó que podría ser ella.

Ella,
la que llenara cielos enteros
con una sola sonrisa,
la que remendara alas rotas
y enredara en su armario,
la que desmigara tentaciones
y le arrancara la piel a bocados.
Ella
que sin intención alguna
había cargado el mundo de sentido
mientras pasaba las páginas
de aquel Hamlet manoseado.

Él se fijó con interés
y pudo ver atardeceres dorados
resbalando por su pecho,
ecos de canciones lejanas
prendidas de sus besos,
y la caricia más dulce
huyendo de la suavidad de sus manos.

Quiso levantarse de un salto,
arribar a su orilla y leerle el pensamiento,
descifrar todos los enigmas ocultos
en la profundidad de sus pupilas
y gritar con fuerza:
“no dudes de mi amor las ansias” (*).
Pero el brillo de una alianza en el dedo de ella
lo derrotó sin opción al fulgor de la batalla,
lo dejó sin fuerzas para conseguir
todo aquello que en su mente había creado.
Y se quedó allí abatido, confuso,
perdido en la imposibilidad de aquel brillo dorado.

Ella lo miró por encima del libro
como antes nadie lo había mirado,
con los ojos listos tras el dolor de años
y los antiguos llenos de su recuerdo,
con las ansias repentinas de un futuro
y el peso de todos los ayeres compartidos,
con el deseo palpitante anidado en su vientre.

Lo observó sin prisa,
sentado frente a ella, distinto entre los otros,
como se contempla lo añorado,
con melancolía y pasión,
y por primera vez en tres años
pensó que podría ser él.

Él,
el que devolviera el batir de las olas
a su gran playa desierta,
el que cosiera dolores profundos
y llenara otra vez sus cajones,
el que trajera nuevas ansias
y recorriera su lastimada piel sin descanso.
Él
que sin hacer nada especial
había encendido una chispa en su interior
mientras permanecía inmóvil,
con la mirada perdida en la distancia.

Ella se fijó con interés
y pudo ver mil  noches de placer
enredadas en su pelo,
la fuerza de la marea
escondida en la tensión de sus brazos,
y la delicadeza más sutil
escapando de la calidez de sus labios.

Quiso levantarse de un salto
y repetirse a sí misma que su marido
había muerto hacía ya demasiado,
llegar a su lado y hacer que la mirara
para gritar con fuerza:
“no sabes qué enfermo está todo
aquí en mi corazón” (*).
Pero el miedo,
a unos ojos que parecían evitarla,
le arrebató el ánimo para afrontar sus dudas,
la dejó sin aliento para luchar
por todo aquello que tanto deseaba.
Y se quedó allí desolada, indecisa,
rota por la soledad que le imponía su cobardía.

Él se esforzó por no volver a mirarla
porque si lo hacía
ninguna alianza podría impedir
que anclara en la bahía de su cintura.

Ella pensó que había llegado el momento,
se quitó el anillo con disimulo
y lo guardó en su bolso,
esperando que él no lo hubiera visto.

El tren se detuvo
y ambos se pusieron en pie
uno junto al otro.
Sus cuerpos vibraron al sentir
un calor antiguo y cercano
mientras cruzaban las puertas
que se cerraron tras ellos.

(*) William Shakespiare. Hamlet.